► Caput exitii XXXIV
No importaba el número de habitantes, la cantidad de edificaciones, chozas o cabañas o la calidad de la construcción, ni tan sólo hacía falta un conjunto de casas, una sola casa aislada, el lugar más miserable, no era nada, no existía como lugar pleno, si no tenía adosada, si no estaba conectado a una capilla, tal como podemos ver en numerosas casas rurales antiguas. La morada humana no se iniciaba hasta que su hábitat no disponía de un centro de creencia, de una cámara de fe, un dispositivo de resonancia de su propia existencia. No sólo existían, creían en el sentido de su vida. Necesitaban creer para vivir. Importa más el hecho de la creencia y su necesidad, que el subterfugio de entregar este sentido a una entidad transcendente, santificadora de todo lo que no eran y sin remedio deberían ser. Tampoco era importante el ornamento. La capilla mísera, hecha con materiales pobres, sin grandes adornos, era el auténtico Caput mundi, el cenáculo vital de los moradores. En este sentido, la capilla perfecta es aquella que se construye a partir de los despojos, los residuos y los desechos, monstruo humano e inhumano, que se yergue sobre sus propias ruinas. Esta capilla existe. Podemos verla junto a un gran edificio abandonado. El altar está formado por materiales de todo tipo amontonados, como si una urraca los hubiera recogido al azar; no hay distinción ni oposición, lo natural se mezcla con lo artificial, lo sagrado con lo profano, lo orgánico con lo inorgánico, espigas secas, flores de plástico, una jaula, troncos, piedras, velas, telas rojas, un crucifijo, sacos de arpillera. El mundo entero, los desechos de la historia en una pila, un montón de objetos y cosas heteróclitos, sin relación alguna, reunidos precisamente por su potencia de resonar, de restallar unos con otros, a modo de enigma que hay que resolver, de mensaje a descifrar. Tienen el sentido de no tener ninguno. No es un juego de palabras; ser diferentes es la esencia del sentido. De la visión del caos, del montón caótico, brota, emana, como el calor en un montón de estiércol, una revelación, el principio de una creencia. No hay que buscar una unidad que salve la diferencia de las cosas, superación anuladora, al contrario, hay que creer con devoción en LA diferencia que alumbra este caos, que da forma a lo informe, que se manifiesta en un montón cualquiera de cosas dispares e incomparables. La creencia es (en) LA diferencia, sólo en ella, porque sólo la máxima distinción da cuenta, es la razón suficiente de un mundo sin razón de ser, desprovisto de razones, radiante, diferente hasta la exasperación, plagado de detalles y seres distintos. Entonces el centro de culto es el mundo entero, porque no hay centro; la capilla es a cielo abierto, porque el objeto de la creencia coincide con el propio mundo, la fe con la vida, la ausencia de sentido con la fe profunda. El templo en ruinas es el único templo posible. Lo más difícil, la creencia suprema, es creer en este mundo.
No importaba el número de habitantes, la cantidad de edificaciones, chozas o cabañas o la calidad de la construcción, ni tan sólo hacía falta un conjunto de casas, una sola casa aislada, el lugar más miserable, no era nada, no existía como lugar pleno, si no tenía adosada, si no estaba conectado a una capilla, tal como podemos ver en numerosas casas rurales antiguas. La morada humana no se iniciaba hasta que su hábitat no disponía de un centro de creencia, de una cámara de fe, un dispositivo de resonancia de su propia existencia. No sólo existían, creían en el sentido de su vida. Necesitaban creer para vivir. Importa más el hecho de la creencia y su necesidad, que el subterfugio de entregar este sentido a una entidad transcendente, santificadora de todo lo que no eran y sin remedio deberían ser. Tampoco era importante el ornamento. La capilla mísera, hecha con materiales pobres, sin grandes adornos, era el auténtico Caput mundi, el cenáculo vital de los moradores. En este sentido, la capilla perfecta es aquella que se construye a partir de los despojos, los residuos y los desechos, monstruo humano e inhumano, que se yergue sobre sus propias ruinas. Esta capilla existe. Podemos verla junto a un gran edificio abandonado. El altar está formado por materiales de todo tipo amontonados, como si una urraca los hubiera recogido al azar; no hay distinción ni oposición, lo natural se mezcla con lo artificial, lo sagrado con lo profano, lo orgánico con lo inorgánico, espigas secas, flores de plástico, una jaula, troncos, piedras, velas, telas rojas, un crucifijo, sacos de arpillera. El mundo entero, los desechos de la historia en una pila, un montón de objetos y cosas heteróclitos, sin relación alguna, reunidos precisamente por su potencia de resonar, de restallar unos con otros, a modo de enigma que hay que resolver, de mensaje a descifrar. Tienen el sentido de no tener ninguno. No es un juego de palabras; ser diferentes es la esencia del sentido. De la visión del caos, del montón caótico, brota, emana, como el calor en un montón de estiércol, una revelación, el principio de una creencia. No hay que buscar una unidad que salve la diferencia de las cosas, superación anuladora, al contrario, hay que creer con devoción en LA diferencia que alumbra este caos, que da forma a lo informe, que se manifiesta en un montón cualquiera de cosas dispares e incomparables. La creencia es (en) LA diferencia, sólo en ella, porque sólo la máxima distinción da cuenta, es la razón suficiente de un mundo sin razón de ser, desprovisto de razones, radiante, diferente hasta la exasperación, plagado de detalles y seres distintos. Entonces el centro de culto es el mundo entero, porque no hay centro; la capilla es a cielo abierto, porque el objeto de la creencia coincide con el propio mundo, la fe con la vida, la ausencia de sentido con la fe profunda. El templo en ruinas es el único templo posible. Lo más difícil, la creencia suprema, es creer en este mundo.