La muerte es un hecho mundano porque es singular, irrevocable e irreparable. No es posible morir en el lugar de otro ni que otro muera por uno mismo. La vida no tiene recompensa ni premio al llegar a la meta, en el horizonte que con dificultad se divisa no nos aguarda ningún vergel. El corredor rompe la cinta, que cae con suavidad en el suelo, sin llegar nunca al otro lado, sin recibir los aplausos del público ni subir al podio. Lo único que hay al morir es el reencuentro con todo aquello que muere, murió y morirá. El moribundo y el muerto repiten la muerte de los padres, los abuelos, los hijos, el perro, el gato, los pájaros y hasta de los insectos más minúsculos. Todos mueren por igual; todos se reencuentran en el momento de cerrar los ojos. Es la primera fase del eclipse; la oscuridad no es el fin, todavía queda el último hálito, el movimiento definitivo, la relajación del cuerpo que abre de nuevo los ojos, focos ciegos que mantienen una mirada fija al vacío, que iluminan un punto desconocido, no localizable en el mapa, la muerte como distensión de la vida. Se muere al mirar.
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XIII
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II
Del carácter excepcional de la mundanidad da fe la constatación de que no hay nada más mundano, pero fuera de lo NORMAL, que el hecho de la vida y la muerte, temblor cálido y estertor frío, no por repetidos menos inesperados y siempre sorprendentes. Nadie espera vivir, no tiene lugar de espera, y mucho menos morir, no deja de sorprenderle al tiempo que piensa por última vez: así pues, ¿esto es después de todo morir? El no-acontecimiento siempre renovado de la muerte, que reúne a las generaciones en el momento de exhahar el último aliento, es la sorpresa final que se nos tiene reservada. El tiempo dirá si su naturaleza pertenece al género del regalo o de la desdicha, si podemos considerarnos afortunados o apenados. En todo caso, no está nada mal como sorpresa.